jueves, 6 de marzo de 2014

Tres cosas que la ciencia te cuenta sobre el amor y quizá preferirías no saber


Tres cosas que la ciencia te cuenta sobre el amor y quizá preferirías no saber

Muchos de los sentimientos y comportamientos relacionados con el amor están vinculados con mecanismos surgidos para mejorar nuestras posibilidades de supervivencia y esconden impulsos muy poco románticos




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El poeta John Keats acusaba al científico Isaac Newton de destruir toda la poesía que encerraba un arcoíris al explicarlo con ciencia y es posible que haya quien piense que sucede lo mismo con el amor. El biólogo británico Richard Dawkins, sin embargo, afirma que en realidad la ciencia descubre la poesía oculta en los patrones de la naturaleza. Aprovechando que hoy es San Valentín, recordamos tres cosas que la ciencia te cuenta sobre el amor y quizá preferirías no saber.

1. El origen de la monogamia está en el miedo y la violencia

El amor romántico siempre ha tenido portavoces poderosos que le han ayudado a mantener su prestigio pese a las evidencias. En El banquete, compuesto hace 24 siglos, Platón citaba a Aristófanes narrando la historia de la que, probablemente, surge el mito de la media naranja. Según el cómico griego, en un tiempo remoto los humanos eran seres esféricos, con cuatro brazos, cuatro piernas y dos rostros. Aquellos individuos se dividían en tres tipos: el varón doble, la mujer doble y los seres andróginos que incluían las características de un hombre y una mujer.
Tras uno de aquellos rifirrafes clásicos entre humanos y dioses, tan útiles para enseñar a la gente que no conviene enfrentarse a los superiores, Zeus castigó a los pobres mortales partiéndolos en dos. Desde entonces, contaba Aristófanes, cada mitad buscaba a la otra para fundirse en un abrazo y retornar a aquella plenitud originaria. La idea ha sobrevivido al paso de los milenios y sigue muy presente en la cultura popular. “Te amo… Tú me completas”, le decía un arrobado Tom Cruise a Renée Zellweger al final de la película Jerry Maguire.
La ciencia también trata de explicar por qué acabamos deseando vivir con una sola pareja hasta que la muerte nos separe, pero la historia que está reconstruyendo es mucho menos “romántica”. Dos estudios aparecidos el verano pasado en Science y PNAS, dos de las revistas científicas más prominentes, ofrecían dos posibilidades para justificar la aparición de algo tan raro entre los mamíferos como la monogamia.
El primer trabajo, elaborado por investigadores de la Universidad de Cambridge y publicado en Science, lo atribuía a una estrategia de marcaje individual. En grupos en los que los animales están muy dispersos (aunque nunca tan dispersos como en una ciudad de millones de habitantes como Madrid o México), la única forma de asegurarse una hembra con la que tener hijos y de ahuyentar a otros machos que pongan en duda la legitimidad de esa descendencia es no separarse nunca de la pareja. Ese “no puedo estar sin ti”, que tan romántico suena en decenas de canciones, adquiere a la vista de los resultados de la gente de Cambridge un tono mucho más pragmático tras el que subyace la desconfianza atávica en la fidelidad femenina.
El segundo estudio, publicado en PNAS, ofrecía una explicación aún más terrible. Los machos dejaron los rollos de una tarde para quedarse siempre junto a la misma hembra por miedo a que asesinasen a sus crías. Este temor tiene su base en que, mientras duran la gestación y la lactancia, las hembras no entran en celo y no son receptivas a otros machos. Una solución radical para los machos que quieran hacer accesibles a esas hembras es matar a sus pequeños. El equipo de investigadores, liderado por Christopher Opie, del Departamento de Antropología del Colegio Universitario de Londres, considera que la colaboración en el cuidado de los hijos que se observa entre los humanos (y el resto de parafernalia en torno a las relaciones de pareja) fue un efecto secundario de esta estrategia surgida del miedo.

2. La poción del amor puede estar cerca, pero tendrá efectos secundarios

Algunos estudios han mostrado que la oxitocina, una hormona que se libera en momentos como el parto o las relaciones sexuales, puede tener efectos muy benéficos sobre nuestro carácter. Aceptar mejor a los otros, ser padres más comprometidos o hacernos más extrovertidos estarían entre las virtudes de este elixir del buen rollo. En 2009, el investigador Larry Young, de la Universidad de Emory, en Atlanta, planteaba incluso la posibilidad de que el conocimiento de los efectos de la oxitocina permitiese el diseño de una píldora del amor. En una declaración que pondría de acuerdo a poetas y letristas de bachata para contratar a un sicario que acabase con su existencia, Young afirmaba que “es posible que pronto los biólogos sean capaces de reducir a una cadena de sucesos bioquímicos ciertos estados mentales relacionados con el amor”.
Sin embargo, estudios recientes indican que esta hormona, que también está relacionada con la monogamia, puede tener efectos secundarios si se emplea en gente sana. En un estudio que publicaron en enero de este año en la revista Emotion, investigadores de la Universidad Concordia de Canadá mostraban cómo cuando se daba oxitocina a gente sin problemas psicológicos o de relaciones sociales, estas personas se volvían excesivamente sensibles a las emociones ajenas. La hormona del amor se convertiría así en la hormona de la paranoia. Gestos insignificantes de la pareja o del jefe se convertirían así en un signo de que ya no nos quieren o de que es necesario que empecemos a actualizar el curriculum.
En otro estudio hecho público unos meses antes en la revista Nature Neuroscience, científicos de la Universidad del Noroeste (EEUU) sugerían que la oxitocina, un poco como el amor, tiene dos caras. Aunque muchos ensayos la relacionan con una reducción del estrés y un incremento del bienestar, también puede estar detrás de que algunas experiencias traumáticas, como ser acosado en la escuela o abandonado por una pareja, sigan estando muy presentes pese al paso del tiempo. Es posible que Freddy Mercury tuviese razón cuando cantaba que demasiado amor te matará.

3. Cuando das un beso te estás sometiendo a un examen

Es probable que los letristas de bachata que pondrían bote para silenciar a Larry Young tampoco escatimasen en la aniquilación de los investigadores de la Universidad de Oxford Rafael Wlodarski y Robin Dunbar. En un artículo que publicaron en octubre de 2013 en la revista Archives of Sexual Behavior, convirtieron el acto romántico y misterioso del beso en algo más parecido a unas oposiciones a técnico de la administración civil.
En su planteamiento, ya perverso de partida, trataban de explicar por qué pudo aparecer un comportamiento aparentemente absurdo y potencialmente peligroso. Para empezar, hicieron una clasificación de los individuos que pueden ser más selectivos a la hora de elegir pareja. Entre hombres y mujeres, la respuesta parecía clara. Ellos las parasitan a ellas haciéndolas cargar durante nueve meses con su material genético en un trato desigual que se prolonga durante la lactancia. Para compensar, ellas se habrían vuelto más selectivas con los machos de los que se rodeaban, tratando de favorecer a aquellos que más inclinación mostrasen a ayudar en la laboriosa crianza de un bebé humano.
En segunda posición de exquisitez a la hora de seleccionar a la pareja se colocaron a los hombres y mujeres que se consideran más atractivos a sí mismos y a quienes suelen tener más sexo sin compromiso, dos grupos que, según algunos estudios, suelen ser más selectivos.
La encuesta comprobó que, en general, las mujeres valoran más los besos que los hombres y que las personas atractivas de ambos sexos también los tienen en mayor estima que quienes no se ven tan apetecibles o casi nunca tienen sexo sin compromiso. Esta conjunción entre los individuos más selectivos escogiendo sus parejas y el gusto por los besos hizo concluir a Wlodarski y Dunbar que existe una relación entre el beso y el proceso de selección de pareja.
En otro trabajo que tampoco les hará ganarse el afecto de los compositores de bachatas, estos dos mismos individuos comprobaron que la menstruación cambia el sabor de los besos en la boca. Por un lado, durante la etapa del ciclo menstrual en la que las mujeres tienen más posibilidades de quedarse embarazadas valoran más los besos que en la etapa en que las probabilidades de embarazo son menores. Estudios anteriores habían observado que las mujeres en esa misma etapa buscan hombres más masculinos, socialmente dominantes y con rostros simétricos, todas señales de que el macho tiene genes de calidad. Esa elección, no obstante, tiene una contrapartida importante, porque todos esos rasgos se relacionan también con la infidelidad y una menor preocupación por los hijos.
Quienes teman que, como decía Keats sobre el arcoíris, la ciencia acabe con la poesía del amor, pueden encontrar cierto consuelo en saber que la investigación también nos ha enseñado algunos resortes que ponen coto al raciocinio en temas amorosos. Cuando unimos nuestros labios a los de la persona deseada, se desprende serotonina, en un proceso que tiene similitudes con el observado en personas con trastorno obsesivo compulsivo, o dopamina, una sustancia adictiva que puede estar detrás del insomnio o la falta de apetito que sufren algunos enemorados. El amor, lo expliquemos como un científico de Oxford o como un letrista de bachata, no parece en peligro de extinción.

martes, 4 de marzo de 2014

REPORTAJE: EL AMOR ES QUÍMICA


El amor es química El amor es química

"¿Te casarías con una mujer de quien no estuvieras enamorado, pero que congeniara contigo en carácter, gustos, intereses, forma de ver la vida?", preguntaron a más de 1.000 estudiantes varones en un estudio realizado en los años 60. Respuesta: NO (en el 70% de los casos).
Formulada en los pragmáticos años 90, la misma respuesta obtuvo... más de un 85% de respuestas negativas.
Cuesta creerlo, pero lo cierto es que en esta década de sexo, calumnias y cintas de vídeo, todos los estudios demuestran que el enamoramiento tiene tanto predicamento como cuando los trovadores cantaban sus éxtasis y agonías. "El amor es una locura de espíritu, un fuego inextinguible, un hambre insaciable, una tarea sin reposo y un reposo sin trabajo", escribió Richard de Fournival en el siglo XIII... Más o menos lo que cantan las baladas que baten récords en las listas de éxitos a las puertas del año 2000. Los signos que delatan ese "síndrome del enamoramiento" siguen siendo los mismos que antaño: palpitaciones, rubor, respiración rápida, un leve temblor de las manos, un ligero tartamudeo... un sinvivir.
Sea sincero/a: usted le ama, pero no sabe si es correspondido. Ahora está sentado junto a ella en el bar. En el mismo momento en que alarga la mano para coger el cenicero, ella extiende la suya. Los dedos se rozan, y ¡plaf!, se produce una inmediata descarga del sistema nervioso autónomo. Su mano se aparta, como si hubiera tocado hierro al rojo. Al instante, los capilares de sus mejillas reciben la orden de dilatarse: su tez pasa de un rosa/besugo a un rojo/pasión. "¡Qué colorado te has puesto !", dice ella (o él), con un tonillo de crueldad. Al oírle hablar, sus glándulas sudoríparas (las de usted) abren las compuertas de par en par, y nota cómo se empapa de humedad. Ella advierte perfectamente lo que ocurre. Lo que viene a continuación ya es de pesadilla: los sonidos del intestino, (esos gorgoteos y pompas gaseosas que se llaman -¡ horror !- borborigmos) se escuchan (o eso le parece) como a través de un altavoz. ¡Ella los oye ! (usted cree que los oyen todos los clientes del bar.) Antes de razonarlo siquiera, se ve usted de pie, saliendo del local. Ella le sigue, entre divertida y perpleja. Ha caído usted en las garras de su sistema nervioso autónomo. Sus esperanzas de ser correspondido algún día se derrumban de golpe...
Y ahí está ahora, en casa, enfermo de amor, sumergido en una vorágine de sensaciones abrumadoras. No quiere ni comer; aborrece su propio organismo, que le traiciona en los momentos más sublimes... Aunque, de pronto, sólo con dejar entrar en su mente una idea, apenas una alusión de su amada -el zapato, un dedo de su pie, su liguero imaginario o la oreja izquierda- la expresión de su boca y sus ojos resplandecen en un éxtasis idiota...

Enfermedad autónoma. No hay duda: el amor es una enfermedad. Tiene su propio rosario de pensamientos obsesivos y su propio ámbito de acción. Si en la cirrosis es el hígado, los padecimientos y goces del amor se esconden, irónicamente, en esa ingente telaraña de nudos y filamentos que llamamos sistema nervioso autónomo.
Porque la naturaleza, tras incitar al ser humano a la cópula mediante hormonas contrapuestas a las de la otra mitad de la especie (y tras haber esculpido las curvas de la carne de una manera muy oportuna para dar facilidades al proceso), ha tejido sobre el ritual sexual toda una maraña inextricable en forma de ese dichoso sistema nervioso autónomo. Las cosas ocurren así:
En cada una de las vértebras humanas -desde la base del cráneo hasta la punta del cóccix- hay una doble cadena de pequeños nódulos, conectado cada uno a la médula espinal y a su compañero. Desde dichos nódulos parten racimos de nervios que se encuentran de nuevo en una especie de estaciones relé, repartidas por todo el cuerpo. Como en una gigantesca telaraña, estos ganglios están a su vez en contacto mutuo por medio de un sistema de circuitos tan complejo que podría confundir por exceso de información a la red informática más avanzada.



El amor es química

En ese sistema, todo es impulso y oleaje químico. Aquí se asientan el miedo, el orgullo, los celos, el ardor y, por supuesto, el enamoramiento. A través de nervios microscópicos, los impulsos se transmiten a todos los capilares, folículos pilosos y glándulas sudoríparas del cuerpo. El suave músculo intestinal, las glándulas lacrimales, la vejiga y los genitales, el organismo entero está sometido al bombardeo que parte de este arco vibrante de nudos y cuerdas. Las órdenes se suceden a velocidades de vértigo: ¡constricción! ¡dilatación! ¡secreción! ¡erección! Todo es urgente, efervescente, impelente... Aquí no manda el intelecto ni la fuerza de voluntad. Es el reino del siento- luego-existo, de la carne, las atracciones y repulsiones primarias... el territorio donde la razón es una intrusa.
¿Ansía ávidamente el amor que cree perdido?, ¿evoca 100 veces al día la voz de su amada/o? En ambos casos, el pensamiento es atrapado al vuelo por el sistema nervioso autónomo... y la química corporal convierte el deseo en realidad. Los 1.000 millones de capilares de la cara vuelven a dilatarse y se llenan de nuevo de sangre. Incluso parece usted más guapo/a ... mientras dura el arrobamiento y no vuelve a rememorar el temor a perder a su ser amado.
Aunque el amor es una enfermedad insidiosa, no desespere. Si sobrevive a las fases agudas, puede esperar que los ataques pierdan virulencia y, con el tiempo, hasta que el ardor se consuma en su propio fuego. Alégrese por ello, porque las calenturas amorosas pueden provocar la muerte prematura... por puro agotamiento. Aunque también puede suceder que quien muera sea el amor: la ruptura.

Cuestión de química. Hay una razón bioquímica que puede explicar el dolor de una ruptura amorosa. Cuando un ser humano se enamora, su cerebro libera feniletilamina. Al igual que las anfetaminas, esta substancia aumenta la energía física y la lucidez mental. Al extinguirse las sensaciones del enamoramiento, el nivel de feniletilamina se derrumba, y el cuerpo experimenta una especie de "síndrome de abstinencia"... que coincide con el ansia de comer chocolate (rico en feniletilamina) que sienten muchas personas tras romper con su pareja.
Claro que antes de que llegue la ruptura debe producirse el enamoramiento y, durante éste, se desarrolla un lenguaje específico: el coqueteo. Los psicólogos conductistas lo han estudiado en muchas culturas y han concluido que los gestos indicativos de interés, disposición o desinterés erótico por una persona son iguales en Groenlandia y en Tierra de Fuego. En ese lenguaje ecuménico, los ojos lo dicen todo. Una señal común es sostener la mirada un poco más de lo normal. Otro: una sonrisa luminosa y beatífica, seguida de un bajar de ojos ruborizado. Más gestos: pequeños tocamientos leves, mojarse los labios a menudo y decir a todo que sí con la cabeza.
Precisamente ahí, en la cabeza es donde reside el sexo. Al parecer, en el hipotálamo existe un "núcleo de la sexualidad". Cuando usted se siente atraído sexualmente, ese núcleo envía una señal química a la hipófisis, que hace que se liberen hormonas sexuales (estrógenos y progesterona, por ejemplo). A los pocos segundos, el corazón se acelera, usted se siente desfallecer... y hay quien se marea y hasta se desmaya. Aunque ése no tiene por qué ser necesariamente su caso.
Si bien, si es hombre tiene más probabilidades de que le ocurra. Y es que el hombre es más proclive al flechazo que la mujer, según señalan los expertos. Investigadores que han medido el grado de enamoramiento de cientos de jóvenes, han comprobado que la cuarta parte de los varones se habían enamorado "perdidamente" antes de la cuarta cita, frente a sólo el 15% de las chicas. De hecho, la mitad de las chicas declararon que no se habían enamorado hasta después de más de ¡20 citas! con el hombre al que, más tarde, acabaron amando.
La conclusión de los expertos es que los hombres son menos "selectivos". Para empezar, ellos se fijan primero en el físico. Si la visión es positiva, pueden sucumbir al enamoramiento ipso facto. "Eso no les ocurre a las mujeres", explican los psicólogos. "Las mujeres piensan en el amor en términos de futuro y estudian el factor económico. No es sólo materialismo. Hasta hace poco, la vida de las mujeres dependía en gran parte del hombre que escogían como pareja. Que un hombre se viera envuelto en una pasión de un día no tenía importancia, porque su vida giraba en torno a su trabajo. Pero no es cierto que la mujer no sucumba a los temblores de la atracción sexual. Lo que ocurre es que ellas permiten que la cabeza domine sus emociones... al menos al principio".